El REY Y EL FALCON

lunes, 9 de enero de 2012

Gengis Kan fue un gran rey y un guerrero. Condujo a su ejército hasta China y Persia y conquistó muchas tierras. En todos los paí­ses, la gente hablaba de sus grandes hazañas y decí­an que, desde Alejandro Magno, no habí­a habido otro rey como él.
Una mañana en la que se encontraba en su casa después de volver de la batalla, cabalgó hasta el bosque para cazar. Lo acompañaban muchos de sus amigos. Cabalgaron alegremente con sus arcos y flechas. Lo seguí­an los sirvientes con los perros.
Formaban una partida de caza tan alegre que el bosque se llenó de sus gritos y sus risas. Y esperaban regresar a casa con gran cantidad de presas al anochecer.
Posado en su muñeca, el rey transportaba a su halcón favorito, ya que en esos tiempos los halcones eran entrenados para cazar. Cuando su amo se lo ordenaba, alzaban el vuelo y oteaban a su alrededor en busca de una presa. Si tení­an la suerte de ver un ciervo o un conejo, se precipitaban sobre ellos, veloces como una flecha.
Gengis Kan y sus cazadores cabalgaron por el bosque todo el dí­a, pero no encontraron tantas presas como habí­an esperado.
Al caer la tarde, se dirigieron a su casa. El rey habí­a cabalgado a menudo por el bosque y conocí­a sus senderos. Así­ que mientras los demás cazadores volví­an a casa por el camino más corto, él se internó por una senda que atravesaba un valle entre dos montañas.
Habí­a sido un dí­a caluroso y el rey estaba sediento. Su halcón amaestrado habí­a abandonado su muñeca y alzado el vuelo. El ave sabí­a con certeza que encontrarí­a el camino de regreso.
El rey cabalgó pausadamente. Recordaba haber visto un riachuelo cerca de ese camino. ¡Si pudiera encontrarlo! Pero el calor de verano habí­a secado todos los arroyos de las montañas.
Por fin, para su contento, vio un hilillo de agua que se deslizaba por la hendidura de una roca y dedujo que un poco más arriba habrí­a un manantial. En la estación húmeda siempre brotaba de aquella fuente un potente chorro de agua, pero ahora el fresco lí­quido sólo caí­a gota a gota.
El rey echó pie a tierra, cogió un pequeño vaso de plata que llevaba en su zurrón de cazador y lo acercó a la roca para recoger las gotas de agua.
Tardó mucho tiempo en llenar el vaso. Tení­a tanta sed que apenas podí­a esperar. Cuando el vaso estuvo casi lleno, se lo llevó a los labios y se dispuso a beber.
De repente, un zumbido cruzó el aire y el vaso cayó de sus manos. El agua se derramó por el suelo.
El rey levantó la vista para ver quién habí­a provocado el accidente y descubrió que habí­a sido su halcón.
El pájaro pasó volando unas cuantas veces y finalmente se quedó posado en las rocas cerca del manantial.
El rey recogió el vaso y volvió a llenarlo. Esta vez no esperó tanto. Cuando el vaso estaba a la mitad, se lo llevó a los labios. Pero antes de que pudiera beber, el halcón se lanzó hacia él e hizo caer de nuevo el recipiente.
El rey se puso furioso. Volvió a repetir la operación, pero, por tercera vez, el halcón le impidió beber. Ahora el rey estaba verdaderamente enfadado.
¿Cómo te atreves a comportarte así­? _gritó_. Si te tuviera en mis manos, te retorcerí­a el pescuezo.
Y volvió a llenar el vaso. Pero antes de beber desenvainó su espada. Ahora, señor Halcón _dijo_, no volverás a jugármela.
Apenas habí­a pronunciado estas palabras, cuando el halcón se dejó caer en picado y derramó el agua otra vez.
Pero el rey lo estaba esperando. Con un rápido mandoble, alcanzó al halcón. El pobre animal cayó mortalmente herido a los pies de su amo.
Esto es lo que has conseguido con tus bromas _dijo_ Gengis Kan. Al buscar el vaso, vio que éste habí­a rodado entre dos rocas, donde no podrí­a recogerlo. Tendré que beber directamente de la fuente _murmuró. Entonces se encaramó al lugar de donde procedí­a el agua. No era fácil y cuando más subí­a, más sediento estaba. Por fin alcanzó el lugar. Encontró, en efecto, un charco de agua. Pero allí­, justo en medio, yací­a muerta una enorme serpiente de las más venenosas.
El rey se paró en seco y olvidó la sed. Sólo podí­a pensar en el pobre halcón muerto tendido en el suelo. El halcón me ha salvado la vida _exclamó_. ¿Y cómo se lo he pagado? Era mi mejor amigo y le he dado muerte. Descendió del talud, cogió al pájaro con suavidad y lo metió en su zurrón de cazador. Entonces montó su corcel y cabalgó velozmente hacia su casa. Y se dijo a sí­ mismo:
Hoy he aprendido una triste lección nunca hagas nada cuando estés furioso.
Gengis Kan fue un gran rey y un guerrero. Condujo a su ejército hasta China y Persia y conquistó muchas tierras. En todos los paí­ses, la gente hablaba de sus grandes hazañas y decí­an que, desde Alejandro Magno, no habí­a habido otro rey como él.
Una mañana en la que se encontraba en su casa después de volver de la batalla, cabalgó hasta el bosque para cazar. Lo acompañaban muchos de sus amigos. Cabalgaron alegremente con sus arcos y flechas. Lo seguí­an los sirvientes con los perros.
Formaban una partida de caza tan alegre que el bosque se llenó de sus gritos y sus risas. Y esperaban regresar a casa con gran cantidad de presas al anochecer.
Posado en su muñeca, el rey transportaba a su halcón favorito, ya que en esos tiempos los halcones eran entrenados para cazar. Cuando su amo se lo ordenaba, alzaban el vuelo y oteaban a su alrededor en busca de una presa. Si tení­an la suerte de ver un ciervo o un conejo, se precipitaban sobre ellos, veloces como una flecha.
Gengis Kan y sus cazadores cabalgaron por el bosque todo el dí­a, pero no encontraron tantas presas como habí­an esperado.
Al caer la tarde, se dirigieron a su casa. El rey habí­a cabalgado a menudo por el bosque y conocí­a sus senderos. Así­ que mientras los demás cazadores volví­an a casa por el camino más corto, él se internó por una senda que atravesaba un valle entre dos montañas.
Habí­a sido un dí­a caluroso y el rey estaba sediento. Su halcón amaestrado habí­a abandonado su muñeca y alzado el vuelo. El ave sabí­a con certeza que encontrarí­a el camino de regreso.
El rey cabalgó pausadamente. Recordaba haber visto un riachuelo cerca de ese camino. ¡Si pudiera encontrarlo! Pero el calor de verano habí­a secado todos los arroyos de las montañas.
Por fin, para su contento, vio un hilillo de agua que se deslizaba por la hendidura de una roca y dedujo que un poco más arriba habrí­a un manantial. En la estación húmeda siempre brotaba de aquella fuente un potente chorro de agua, pero ahora el fresco lí­quido sólo caí­a gota a gota.
El rey echó pie a tierra, cogió un pequeño vaso de plata que llevaba en su zurrón de cazador y lo acercó a la roca para recoger las gotas de agua.
Tardó mucho tiempo en llenar el vaso. Tení­a tanta sed que apenas podí­a esperar. Cuando el vaso estuvo casi lleno, se lo llevó a los labios y se dispuso a beber.
De repente, un zumbido cruzó el aire y el vaso cayó de sus manos. El agua se derramó por el suelo.
El rey levantó la vista para ver quién habí­a provocado el accidente y descubrió que habí­a sido su halcón.
El pájaro pasó volando unas cuantas veces y finalmente se quedó posado en las rocas cerca del manantial.
El rey recogió el vaso y volvió a llenarlo. Esta vez no esperó tanto. Cuando el vaso estaba a la mitad, se lo llevó a los labios. Pero antes de que pudiera beber, el halcón se lanzó hacia él e hizo caer de nuevo el recipiente.
El rey se puso furioso. Volvió a repetir la operación, pero, por tercera vez, el halcón le impidió beber. Ahora el rey estaba verdaderamente enfadado.
¿Cómo te atreves a comportarte así­? _gritó_. Si te tuviera en mis manos, te retorcerí­a el pescuezo.
Y volvió a llenar el vaso. Pero antes de beber desenvainó su espada. Ahora, señor Halcón _dijo_, no volverás a jugármela.
Apenas habí­a pronunciado estas palabras, cuando el halcón se dejó caer en picado y derramó el agua otra vez.
Pero el rey lo estaba esperando. Con un rápido mandoble, alcanzó al halcón. El pobre animal cayó mortalmente herido a los pies de su amo.
Esto es lo que has conseguido con tus bromas _dijo_ Gengis Kan. Al buscar el vaso, vio que éste habí­a rodado entre dos rocas, donde no podrí­a recogerlo. Tendré que beber directamente de la fuente _murmuró. Entonces se encaramó al lugar de donde procedí­a el agua. No era fácil y cuando más subí­a, más sediento estaba. Por fin alcanzó el lugar. Encontró, en efecto, un charco de agua. Pero allí­, justo en medio, yací­a muerta una enorme serpiente de las más venenosas.
El rey se paró en seco y olvidó la sed. Sólo podí­a pensar en el pobre halcón muerto tendido en el suelo. El halcón me ha salvado la vida _exclamó_. ¿Y cómo se lo he pagado? Era mi mejor amigo y le he dado muerte. Descendió del talud, cogió al pájaro con suavidad y lo metió en su zurrón de cazador. Entonces montó su corcel y cabalgó velozmente hacia su casa. Y se dijo a sí­ mismo:
Hoy he aprendido una triste lección nunca hagas nada cuando estés furioso.

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